Todo manifiesto es un desplante, tiene espíritu revolucionario, es fundacional y propone la construcción de una utopía (http://www.reforma.com/cultura/articulo/647/1292825/)
Héctor Zagal
Ciudad de México (26 febrero 2012).- En 2010, comenzó a circular el Manifiesto de los economistas aterrados
contra los errores y horrores del neoliberalismo financiero. Palabras
más, palabras menos, el manifiesto denuncia la trampa del neocapitalismo
que consiste en "proteccionismo para los ricos, libre mercado para los
pobres".
Obviamente, no simpatizo con los financieros.
Lamentablemente, mi ignorancia me impide suscribir o rechazar dicho
documento. No sé suficiente sobre economía (¿los financieros sí?) como
para pronunciarme. Hoy simplemente quiero hablar del "manifiesto" como
género literario. ¿Cómo se originan?, ¿cuál es su entorno propicio?
El origen del intelectual
Antes
del Renacimiento, los artistas eran artesanos. Cientos de pinturas y
esculturas góticas carecen de firma. Si un carnicero o un zapatero no
firmaba su producto, ¿por qué habría de firmarlo un escultor? En pleno
siglo 18, los músicos seguían siendo personajes menores. Leopold Mozart
vistió la librea con el escudo de armas de su patrón, el príncipe
arzobispo de Salzburgo. Las tirantes relaciones de Johann Sebastian Bach
con sus empleadores hablan de la poca consideración que les merecía el
músico. Músicos, pintores, escultores arquitectos eran considerados,
ciertamente, artesanos más cualificados que un sastre o un zapatero,
pero, al fin y al cabo, artesanos.
La situación de los académicos
medievales era mejor. Los doctores en Filosofía, Teología y Derecho
influían en algunas decisiones públicas. Reyes y Papas consultaron, por
ejemplo, al cuerpo de doctores de la Universidad de París. El claustro
de profesores era un referente obligado para temas públicos de cierta
importancia. Sin embargo, las universidades mantenían fuertes
compromisos políticos con el papado y con la nobleza; en consecuencia,
sus opiniones corporativas fueron, ordinariamente, muy conservadoras
(Juana de Arco, por citar un caso, fue acosada por el lobby
universitario de París, partidario del rey de Inglaterra).
Durante
el Renacimiento, comenzó a configurarse el "intelectual". Fueron
letrados y artistas que se consideraron a sí mismos con la capacidad de
opinar sobre algunos temas más o menos públicos. Entre tropiezos, los
"intelectuales" se fueron ganando el reconocimiento de los poderosos y,
sobre todo, consiguieron independizarse del control gremial, aunque no
así del mecenazgo de las élites económicas, políticas y religiosas. Y
sin intelectuales, no hay manifiestos.
Los manifiestos y la revolución
Los
manifiestos presentan un dejo de arrogancia. Escribir y publicar un
manifiesto supone saberse alguien en la palestra pública. Los autores de
los manifiestos se creen importantes. Revisemos el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores
(1923). Las firmas que lo avalaron, aunque jóvenes, ya se perfilaban
como claves para la plástica mexicana: Rivera, Siqueiros, Orozco... No
imagino a Bach firmando un manifiesto sobre el compromiso nacionalista
del arte de la fuga, ni a los hermanos Limbourg —miniaturistas góticos—
escribiendo algo parecido a los manifiestos estridentistas (1921-1923)
de Manuel Maples Arce.
Todo manifiesto es un desplante. Esos
desplantes son posibles cuando el letrado y el artesano ascienden en la
escala social. Firman manifiestos quienes tienen algo que decir en
contra de la tradición. Me viene a la cabeza el Primer Manifiesto Treinta-Treintista
(1928), en el cual un grupo de pintores mexicanos se despacha al
"conventillo académico" y, de paso, acribilla a "las niñas pintoras en
busca de novio" y a los "niños góticos que a la edad de la punzada se
sienten artistas".
Otra característica del manifiesto es su espíritu revolucionario. El Manifiesto del Partido Comunista
(1848), por citar el caso paradigmático, anuncia la nueva era. Los
manifiestos rompen con los valores heredados; son inquietantes,
provocadores, revulsivos. Se escriben para romper con el pasado y el
estatus quo. Por ello, debajo de los manifiestos se esconde el
mesianismo. Y es que, desde el siglo 18, el nuevo rostro de la redención
es la revolución.
Lógicamente, la edad de oro de los manifiestos
fue la época de las vanguardias artísticas. La palabra vanguardia
remite a la jerga militar. La avanzada de un ejército, frecuentemente
tropa de élite, se llama "vanguardia". ¿Por qué se lucha? Los
revolucionarios pelean para redimir.
Este talante redentor (no hay redención sin sangre) se palpa en el SCUM Manifiesto
(1967). En él, Valerie Solanas proclama el feminismo radical contra los
varones. Radical, redentor y revolucionario fue también el manifiesto
del Círculo de Viena La concepción científica del mundo (1929).
Este documento, credo del positivismo lógico, arremete
inmisericordemente contra la metafísica y ensalza la ciencia empírica
con euforia digna de la Ilustración. "La concepción científica del mundo
sirve a la vida y la vida la acoge", pregonan sus autores.
Los
manifiestos son fundacionales. Escritores y artistas asumen el papel de
profetas laicos: regañan, corrigen, enseñan, guían y fundan. Imitando al
Moisés bíblico, los intelectuales pontifican en dónde debe fundarse la
nueva ciudad.
Los manifiestos no son sólo un posicionamiento,
una denuncia, una declaración. Suelen proponer la construcción de una
utopía, ya sea pequeña o grande, ya sea política o artística. Mondrian y el Manifiesto neoplasticista
(1917) despojan al arte del ornamento superfluo, proclamando,
simultáneamente, la abstracción y simplificación cromática. El
fascistoide Manifiesto futurista de Marinetti (1908) desprecia
los museos, las academias, las bibliotecas, el feminismo, pero plantea
una propuesta: "Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido
con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras
con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento
explosivo, un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla
es más bello que la Victoria de Samotracia". Comunismo, escritura
automática, realismo socialista son algunas de esas utopías. No hay
manifiesto auténtico sin ideal.
La libertad del intelectual vs. el manifiesto
Los
manifiestos entrañan una paradoja. Son posibles porque el artista y el
intelectual se emanciparon de los gremios medievales. El peso del
documento descansa en el prestigio de quienes lo firman. Pero los
manifiestos apuntan hacia la formación de un movimiento, de una escuela,
de un estilo. Ni siquiera el Primer Manifiesto Surrealista
(1924) de Breton escapó a la fascinación del ideal absoluto: "Únicamente
la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y
bueno mantener este viejo fanatismo".
Acaso, los Siete Manifiestos Dada
(1924) advierten la tensión entre la libertad individual y los
principios grupales. "Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, sin
embargo digo ciertas cosas, y estoy por principio contra los
manifiestos, como también estoy contra los principios", nos dice Tristan
Tzara.
Un documento fundacional, por muy revolucionario que sea,
fácilmente deviene en un documento fundamentalista; tarde o temprano
aparece el "viejo fanatismo" previsto por Breton. Muchos manifiestos
propiciaron la persecución de los disidentes. Los manifiestos encorsetan
la individualidad de los artistas y de los escritores, y, por eso,
desconfiamos de ellos.
Esta tensión interna, sumada al desencanto
posmoderno, ha hecho del manifiesto un género en extinción. Somos
demasiado individualistas y demasiado escépticos como para pensar que un
manifiesto puede cambiar algo. Quizá por ello, el Manifiesto de los economistas aterrados no merezca sino el nombre de denuncia.
Héctor Zagal, filósofo y ensayista @hzagal